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La entrada La identidad: un campo de lucha y negociación apareció primero en La Época – Con sentido del momento histórico.
Por Soledad Buendía Herdoíza *-.
La identidad es un concepto fundamental en la filosofía, la sociología y los estudios de género, que refiere a la manera en que los individuos y los grupos se definen, se autodefinen y son definidos dentro de contextos sociales, políticos y culturales. El análisis de este concepto, desde una perspectiva de género, explora cómo las categorías de género, etnia, clase, sexualidad, entre otras, se entrelazan en la formación de la identidad. Partiendo de teorías filosóficas contemporáneas y del feminismo interseccional la identidad no es una construcción fija o estática, sino un proceso dinámico que se desarrolla en la intersección de múltiples dimensiones sociales.
Desde una perspectiva filosófica clásica, la identidad se ha entendido como la esencia inmutable de un individuo. Filósofos como René Descartes y John Locke, a través de sus exploraciones sobre el “yo” y la consciencia, buscaban definir una identidad estable y coherente a lo largo del tiempo. Descartes, por ejemplo, fundamentaba la identidad en la autoconciencia, la famosa proposición “pienso, luego existo” presentaba al yo como algo claro y distinto, separado del mundo exterior y las influencias sociales.
Sin embargo, la modernidad cuestiona esta visión esencialista. Filósofos como Friedrich Nietzsche o Michel Foucault han puesto en tela de juicio la noción de un “yo” coherente y estable, argumentando que la identidad es algo construido por las relaciones de poder y los discursos sociales. Foucault, en particular, sostiene que la identidad es el resultado de prácticas sociales y normativas que categorizan y disciplinan a los individuos. Bajo esta óptica, la identidad no es algo que uno tiene, sino algo que uno hace, continuamente moldeada por el contexto social, cultural e histórico.
El concepto de “interseccionalidad” fue introducido por Kimberlé Crenshaw en 1989 para explicar cómo las diferentes formas de opresión como el racismo, el sexismo y el clasismo se superponen y afectan de manera única a las personas, especialmente a las mujeres negras. La interseccionalidad reconoce que la identidad no puede ser reducida a una sola categoría, como el género o etnia, sino que estas categorías interactúan de manera compleja y a menudo impredecible. El enfoque interseccional es fundamental para un análisis de la identidad, ya que nos permite ver cómo las estructuras de poder operan en múltiples niveles.
En ese orden de ideas la filósofa feminista Judith Butler en su obra El género en disputa sostiene que el género mismo es una construcción social que se realiza a través de la repetición de actos performativos. En lugar de ser una característica fija o esencial de la persona, el género es una identidad que se forma y reformula constantemente en función de los contextos culturales y las expectativas sociales. Esta concepción de la identidad de género como fluida y performativa resuena con el enfoque interseccional al reconocer que no existe una “experiencia universal” de género, sino que esta siempre está mediada por otros factores como la etnia, la clase y la sexualidad.
La perspectiva interseccional es especialmente útil para desafiar las categorías binarias tradicionales de género. En muchas culturas el género se ha entendido de manera dicotómica: masculino o femenino. Sin embargo, este enfoque binario ignora la diversidad de experiencias y expresiones de género que existen, lo que conduce a la exclusión y marginalización de personas no conformes con el género, como las personas no binarias, queer y transgénero. La teoría queer, inspirada en la obra de autores como Butler y Eve Kosofsky Sedgwick, desafía las normas rígidas sobre el género y la sexualidad, proponiendo una visión más inclusiva y flexible de la identidad.
Dentro de este marco la identidad de género se ve como algo no solo fluido, sino también contingente: depende del contexto social y cultural en el que se manifiesta. Las categorías de género no existen en un vacío, sino que interactúan con otras dimensiones de la identidad. Una mujer negra trans, por ejemplo, no experimenta el género de la misma manera que una mujer cis blanca de clase media. Aquí es donde el enfoque interseccional es crucial para entender la diversidad de experiencias que existen dentro de las categorías identitarias.
Así como la identidad de género no puede ser comprendida de manera aislada, tampoco puede separarse de otros ejes de opresión como la etnia y la clase. Las personas racializadas, especialmente las mujeres, enfrentan una doble opresión: por su género y por su origen étnico. El feminismo negro ha señalado que las experiencias de las mujeres negras son sistemáticamente invisibilizadas dentro de los movimientos feministas mayoritarios, que a menudo están centrados en las experiencias de las mujeres blancas de clase media. Según este planteamiento la identidad debe ser comprendida desde una perspectiva que tome en cuenta las experiencias racializadas, ya que el racismo y el sexismo están entrelazados.
La clase social igual juega un papel importante en la configuración de la identidad. Las mujeres trabajadoras, por ejemplo, experimentan el género de una manera diferente a las mujeres de clase alta, no solo debido a las diferencias materiales, sino también a las expectativas sociales en torno a su comportamiento y su lugar en la sociedad. El feminismo marxista, representado por autoras como Silvia Federici, ha subrayado que la opresión de las mujeres está intrínsecamente vinculada al sistema económico capitalista, que explota su trabajo tanto en el hogar como en el mercado laboral.
Un punto clave en el análisis interseccional de la identidad es la comprensión de cómo las identidades están moldeadas por estructuras de poder. La identidad no es simplemente una cuestión de autoafirmación o autopercepción, sino que está profundamente influida por las dinámicas de poder que determinan quién tiene el privilegio de definirse a sí mismo y quién está sujeto a las definiciones impuestas por otros. Foucault argumenta que el poder no solo reprime, sino que además produce identidades. Las instituciones como el Estado, la medicina, la educación y los medios de comunicación son agentes que construyen y norman identidades, estableciendo qué comportamientos e identidades son aceptables y cuáles son desviados.
Este proceso de normalización es especialmente evidente en la regulación del cuerpo de las mujeres, las personas queer y las personas racializadas. Las normas de género y sexualidad, así como las categorías raciales y de clase, son herramientas de control social que aseguran la perpetuación de las jerarquías de poder. Las personas cuya identidad se encuentra en la intersección de varias formas de opresión tienen que navegar estas estructuras con mayor dificultad, ya que se enfrentan a múltiples formas de marginalización.
El concepto de identidad revela su complejidad y multiplicidad, no es una esencia fija, sino un proceso en constante cambio, influido por las estructuras de poder y las relaciones sociales. A través de este enfoque podemos poner en el debate cómo el género, el origen étnico, la clase y la sexualidad interactúan para formar identidades que son al mismo tiempo fluidas y moldeadas por las dinámicas de poder.
La interseccionalidad, al desafiar las narrativas homogéneas sobre la identidad, nos permite ver la diversidad de experiencias que existen dentro de las categorías identitarias y abre el camino para un entendimiento más profundo y justo de la subjetividad humana. Así la identidad se convierte en un campo de lucha y negociación, en el que las personas buscan autonomía y reconocimiento frente a estructuras de poder que intentan normarlas y categorizarlas.
- Exasambleísta ecuatoriana.
Opinión | La Época – Con sentido del momento histórico