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Por Soledad Buendía Herdoíza * -.
El Día de Muertos es una de las tradiciones más significativas de la cultura mexicana. Más allá de su carácter ritual, constituye una expresión de memoria, identidad y resistencia frente al olvido. En los altares u ofrendas las familias evocan a quienes han partido, reconociendo su legado y trascendencia. En este contexto, el altar puede entenderse no solo como un espacio espiritual, sino también como un acto político y de memoria colectiva, especialmente cuando se dedica a mujeres que lucharon por la igualdad de género en América Latina.
Revalorar la tradición del altar desde una perspectiva feminista implica resignificar los símbolos de la muerte como continuidad de la vida y reconocer a aquellas mujeres cuyas voces fueron silenciadas por la historia patriarcal. Como afirma Marcela Lagarde: “nombrar a las mujeres es un acto de justicia y memoria”. Por ello, construir un altar que las visibilice es una forma de resistencia cultural y de reconocimiento histórico.
El altar de muertos tiene sus raíces en las cosmovisiones mesoamericanas, donde la muerte era concebida como una transformación y no como un fin. Con la llegada del cristianismo la tradición se sincretizó, dando lugar a una expresión cultural única que integra elementos indígenas y católicos. En palabras de Octavio Paz: “el mexicano no le teme a la muerte, sino que la celebra, la burla y la honra”.
Este ritual combina símbolos que representan el ciclo vital: las flores de cempasúchil como guía del alma, el pan de muerto como ofrenda del sustento, las velas como luz del camino y las fotografías como testimonio de la memoria. En tiempos contemporáneos el altar se ha convertido también en un discurso visual de identidad, capaz de transmitir mensajes sociales, políticos y de género.
El altar dedicado a las mujeres que lucharon por la igualdad busca recuperar la memoria de quienes desafiaron los límites impuestos por una sociedad patriarcal. Desde Sor Juana Inés de la Cruz, quien defendió el derecho de las mujeres a pensar y escribir en el siglo XVII, hasta Berta Cáceres, asesinada en 2016 por su defensa del medio ambiente y los pueblos indígenas, sus vidas encarnan la resistencia ante la desigualdad.
Gabriela Mistral afirmaba que “la educación es el primer acto de libertad”, idea que inspiró a generaciones de mujeres latinoamericanas a buscar en la instrucción una vía hacia la emancipación. Del mismo modo, Adela Zamudio, precursora del feminismo boliviano, cuestionó los dogmas sociales y religiosos de su tiempo al escribir “nacer hombre es privilegio, ser mujer es castigo”. Estas voces, entre muchas otras, conforman el legado que el altar puede rescatar como ofrenda de reconocimiento histórico.
El altar puede interpretarse como un acto de memoria feminista, una forma de devolverle a la Historia el nombre y el rostro de las mujeres. Como plantea la filósofa española Amelia Valcárcel: “el feminismo no solo exige derechos, también reclama memoria”. Desde esta visión, el altar deja de ser una simple ofrenda religiosa para convertirse en un espacio pedagógico y político donde se enseña a las nuevas generaciones que la igualdad no es una concesión, sino una conquista histórica.
En este sentido, incluir en los altares de muertos a mujeres como Sor Juana Inés de la Cruz, Frida Kahlo, Adela Zamudio o Rosario Castellanos no es un gesto simbólico menor, es reafirmar la idea de que su lucha continúa viva. Como escribió la antropóloga argentina Rita Segato: “recordar a las mujeres asesinadas o silenciadas es el primer paso para romper el pacto de impunidad que sostiene la violencia”.
El altar de muertos, más que una tradición estática, es una práctica viva que se transforma con el tiempo y con los significados que la sociedad le otorga. Dedicárselo a las mujeres que abrieron caminos de igualdad representa una forma de reconciliar la espiritualidad con la justicia histórica.
En cada vela encendida, en cada flor de cempasúchil, se inscribe el compromiso de no olvidar que la libertad y la equidad han sido conquistas construidas con esfuerzo, pensamiento y valentía femenina.
Así el altar se convierte en un acto de resistencia cultural y política, donde la muerte deja de ser silencio y se transforma en palabra, en memoria y en futuro. En palabras de Lagarde: “cuando las mujeres recuperamos nuestra memoria, también recuperamos el poder de transformar el mundo”
* Escritora
Opinión – La Época – Con sentido del momento histórico

