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Por Soledad Buendía Herdoíza *-.
En América Latina las desigualdades de género en el mundo del trabajo continúan siendo uno de los problemas más profundos y persistentes. A pesar de avances normativos, constitucionales y de políticas públicas orientadas a la igualdad, la inserción laboral de las mujeres sigue atravesada por brechas salariales, segmentación ocupacional y una distribución inequitativa de las responsabilidades de cuidado. Estas desigualdades no son residuales ni accidentales: son el resultado de un orden social patriarcal que organiza el trabajo? productivo y reproductivo? a partir de una injusta división sexual del trabajo, donde lo femenino es desvalorizado y lo masculino privilegiado. En este marco, el derecho al cuidado emerge como un eje estructurante de la desigualdad y como un campo de disputa política central para la justicia social y de género.
El trabajo de cuidado no remunerado, doméstico, emocional y comunitario ha sido históricamente invisibilizado y asignado casi exclusivamente a las mujeres. La socióloga mexicana Marcela Lagarde explica que esta asignación responde a “la captura patriarcal del tiempo y la vida de las mujeres”, quienes son socializadas para asumir el cuidado como destino y responsabilidad natural. De este modo la desigual distribución del cuidado se convierte en una fuente primaria de desigualdad, condicionando las oportunidades educativas, económicas y políticas de las mujeres.
En ese orden de ideas, la economista argentina Corina Rodríguez Enríquez sostiene que el cuidado constituye un “nudo crítico” para comprender las desigualdades de género en América Latina, debido a que organiza el acceso al mercado laboral, la disponibilidad de tiempo y la autonomía económica. La ausencia de sistemas integrales de cuidados genera una doble penalización: sobrecarga a las mujeres con trabajos no remunerados y limita su inserción en empleos decentes, estables y bien remunerados.
En América Latina la división sexual del trabajo sigue reproduciendo un orden dual: las mujeres son mayoritariamente responsables del trabajo reproductivo mientras que los hombres se vinculan con el trabajo remunerado y las posiciones de poder. Esta estructura, “la articulación entre patriarcado y capitalismo”, en la que el sistema económico se beneficia del trabajo de las mujeres? gratuito, flexible y poco reconocido? es clave para sostener su funcionamiento. El mercado laboral latinoamericano refleja esta desigualdad: las mujeres están sobrerrepresentadas en sectores como el trabajo doméstico remunerado, el comercio informal, los servicios de cuidado y la economía social; mientras que los varones predominan en sectores valorados como la industria, la tecnología o la construcción. Esta desigualdad también se cruza con relaciones coloniales y jerarquías étnico-raciales, lo que agrava las condiciones laborales de mujeres indígenas, afrodescendientes y rurales.
La inserción laboral de las mujeres se caracteriza por la persistencia de la brecha salarial de género, la sobrecarga de trabajo y la precarización. Según estudios regionales las mujeres ganan menos que los hombres incluso cuando tienen niveles educativos equivalentes o superiores. Ello responde, como indica Julieta Kirkwood, a que las instituciones laborales fueron construidas “desde un pacto masculino que excluye simbólica y materialmente a las mujeres”. La temporalidad parcial, la informalidad y la falta de seguridad social afectan en mayor medida a las mujeres, especialmente a aquellas que compatibilizan empleo remunerado y cuidado. Para muchas mujeres la única forma de participar en el mercado laboral es aceptar empleos precarizados o informales que les permitan “acomodarse” a sus responsabilidades domésticas. Este fenómeno, que varias autoras denominan “doble jornada” o “triple jornada”, se vuelve un mecanismo estructural de reproducción de la desigualdad: las mujeres trabajan más horas totales que los hombres, pero reciben menos remuneración y reconocimiento.
Los movimientos feministas de la Región han señalado que no será posible alcanzar la igualdad sustantiva sin transformar el régimen social de cuidados. Dora Barrancos subraya que el cuidado debe ser entendido como un derecho universal y una responsabilidad social, no como una obligación femenina. En ese marco, un sistema integral de cuidados debe garantizar que todas las personas reciban cuidado adecuado, mientras que quienes cuidan puedan acceder a empleo digno, tiempo propio y bienestar.
Las experiencias en Uruguay, Argentina y México muestran que avanzar hacia políticas públicas de cuidados (licencias parentales igualitarias, infraestructura pública, redistribución del tiempo y corresponsabilidad entre Estado, mercado, comunidad y familias) permite desmontar la desigualdad estructural. Sin embargo, tales políticas enfrentan resistencias económicas y culturales que perpetúan el modelo tradicional.
El mundo del trabajo en América Latina sigue atravesado por profundas desigualdades de género que derivan de la injusta división sexual del trabajo y de la invisibilización del cuidado como un derecho humano fundamental. La desigualdad laboral no es un problema individual ni temporal, sino un fenómeno estructural que articula patriarcado, capitalismo y colonialidad.
Avanzar hacia sociedades más justas requiere poner el cuidado en el centro de la agenda pública, redistribuir su carga de manera equitativa y transformar las instituciones laborales para que reconozcan y valoren el trabajo de las mujeres. Solo así será posible construir un modelo social y económico basado en la igualdad sustantiva, la autonomía de las mujeres y el respeto por los derechos humanos.
* Escritora
Opinión – La Época – Con sentido del momento histórico

