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Por Soledad Buendía Herdoíza * -.
La democracia en América Latina ha sido objeto de múltiples reflexiones desde diversas corrientes teóricas, incluyendo aquellas que provienen del pensamiento feminista. Las mujeres latinoamericanas han señalado históricamente las limitaciones de las democracias liberales tradicionales, las cuales, al enfocarse en la representación formal, han dejado de lado las desigualdades de género, clase y etnia, lo que ha impedido que la democracia sea un proyecto inclusivo y emancipador.
El feminismo latinoamericano ha cuestionado la visión tradicional de la democracia, denunciando su carácter excluyente. Julieta Kirkwood, en su obra Ser política en Chile, sostiene que la democracia no es únicamente un asunto institucional, sino también una práctica cotidiana que debe incluir a las mujeres en el espacio público. Según Kirkwood, sin igualdad de género no puede existir una verdadera democracia. Por su parte, Rita Segato ha enfatizado cómo las estructuras patriarcales sostienen las jerarquías sociales, lo que imposibilita una participación equitativa de las mujeres cuyas vidas están cruzadas por múltiples violencias en una lucha encarnizada por la apropiación de sus cuerpos y sus vidas.
La crítica feminista resalta la necesidad de una democracia sustantiva, que trascienda la representación formal y garantice el acceso igualitario a recursos, poder y reconocimiento. Esto implica valorar las distintas experiencias de las mujeres, especialmente aquellas que enfrentan múltiples formas de discriminación, como las mujeres indígenas y afrodescendientes.
Silvia Rivera Cusicanqui, socióloga boliviana, ha abordado la relación entre el Estado, las comunidades indígenas y la democracia. Su concepto ch’ixi expresa la coexistencia de formas diversas de organización social y política. Rivera Cusicanqui sostiene que la democracia debe integrar estas formas comunitarias, muchas de las cuales tienen prácticas más horizontales y participativas, a diferencia de las estructuras estatales jerárquicas. Desde el feminismo comunitario esta visión encuentra eco en la demanda de una democracia que reconozca el papel fundamental de las mujeres en la reproducción de la vida social no solo en el espacio doméstico, sino también en la defensa de territorios, saberes ancestrales y derechos colectivos.
Álvaro García Linera, en su análisis de los procesos políticos en Bolivia, sostiene que la democracia debe ser entendida como un proceso dinámico, en el que las clases populares irrumpen en la escena pública para redefinir el pacto social. García Linera argumenta que la democracia no puede limitarse a un conjunto de procedimientos institucionales, sino que debe ampliarse para incluir las demandas de sectores históricamente excluidos, como las comunidades indígenas, campesinas y obreras. Su perspectiva dialoga con las propuestas feministas al reconocer que la democratización de la vida social implica la participación efectiva de todos los sectores sociales, incluidos los que han sido sistemáticamente marginados. El desafío, desde esta óptica, es construir una democracia plural, que respete las diferencias y promueva la igualdad.
La democracia inclusiva, como proponen las feministas latinoamericanas, no solo requiere mecanismos de representación política, sino además políticas públicas que aborden las desigualdades estructurales. Segato insiste en que es necesario despatriarcalizar las instituciones y transformar las relaciones sociales que perpetúan la violencia de género. En ese orden de ideas, Rivera Cusicanqui plantea la necesidad de rescatar las prácticas comunitarias que históricamente han permitido una participación más equitativa. Desde esta perspectiva, la construcción de una democracia feminista implica reconocer la diversidad de experiencias y demandas de las mujeres, incorporar saberes comunitarios y prácticas horizontales en el diseño institucional y promover políticas públicas que erradiquen las violencias y las desigualdades de género.
La democracia en América Latina enfrenta el desafío de superar sus limitaciones históricas, integrando las demandas feministas y comunitarias en su estructura y funcionamiento. Una democracia verdaderamente inclusiva debe cuestionar las jerarquías de género, clase y etnia, y asegurar una participación efectiva de todos los sectores sociales. Solo a través de esta expansión del espacio democrático será posible avanzar hacia sociedades más justas y equitativas.
* Exasambleísta ecuatoriana.
Opinión | La Época – Con sentido del momento histórico