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  Internacional  El teatro de la paz: el último acto de la guerra en Ucrania
Internacional

El teatro de la paz: el último acto de la guerra en Ucrania

diciembre 21, 2025
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Existe en Japón una antigua forma de drama clásico llamada Noh, un teatro de máscaras donde actores varones, ocultos tras rostros tallados en madera, encarnan / Leer más → Existe en Japón una antigua forma de drama clásico llamada Noh, un teatro de máscaras donde actores varones, ocultos tras rostros tallados en madera, encarnan / Leer más →  

Existe en Japón una antigua forma de drama clásico llamada Noh, un teatro de máscaras donde actores varones, ocultos tras rostros tallados en madera, encarnan fantasmas, dioses, demonios y mujeres, tejiendo narrativas soñadoras sobre la vida, la muerte y la ilusión. La analogía con el proceso que hoy se desarrolla bajo el eufemismo de “acuerdos de paz” para Ucrania resulta escalofriantemente precisa.

Nos hallamos ante un elaborado teatro de máscaras geopolítico, un Noh moderno repleto de absurdos e irregularidades tan grotescos que desafían cualquier lógica diplomática convencional. En este escenario, la máscara de la negociación oculta el rostro de la rendición, y el diálogo para terminar la guerra presenta una paradoja sin precedentes en la historia de los conflictos: por primera vez, el bando militarmente derrotado intenta, a través de sus patrocinadores occidentales, imponer condiciones al ejército triunfante. Pero esta inversión de la realidad bélica es solo el primer acto de una farsa cuyas reglas han sido escritas para beneficiar exclusivamente a quienes nunca pisaron el campo de batalla.

Las negociaciones, si es que pueden llamarse así, no se celebran en las salas austeras de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, ni en los bunkers diplomáticos de Ginebra, ni siquiera en una dependencia oficial del Gobierno estadounidense. El lugar elegido para decidir el destino de Europa y reconfigurar el equilibrio de poder global es el Shell Bay Club de Hallandale Beach, un exclusivo campo de golf en Florida. Este enclave no es neutral, es propiedad de Steve Witkoff, el enviado especial personal del presidente estadounidense, un magnate inmobiliario sin credenciales diplomáticas formales que ahora actúa como anfitrión y canal extraoficial. Aquí, las delegaciones de los Estados Unidos y Ucrania se reúnen bajo la mirada –no como mediador, sino como curioso “veedor” invitado– del secretario de Estado, Marco Rubio, el halcón de Florida cuya cartera debería, en teoría, liderar el proceso.

La imagen es surrealista: la suerte de un conflicto que ha consumido cientos de miles de millones de dólares y redefinido la seguridad continental se discute entre putts y drives, en el patio trasero político de uno de los principales operadores del partido gobernante. Este escenario no es una casualidad, es un mensaje en sí mismo. Señala el desprecio por el protocolo multilateral, la privatización de la diplomacia de alto riesgo y la subordinación de un asunto de seguridad global a los circuitos de poder doméstico y los intereses de capital estadounidense. Florida, ese “Wall Street del Sur” que funciona como centro neurálgico del lavado de capitales y la política clientelar, se convierte así en el salón de espejos donde se refleja el verdadero rostro del poder.

Mientras este teatro se desarrolla en las soleadas costas de Hallandale Beach, en Kiev se ejecuta un golpe de escena calculado. Andriy Yermak, el hombre que hasta hace pocos días era el negociador jefe designado de Ucrania, la mano derecha de Volodímir Zelenski, el cardenal gris y filtro absoluto del presidente, ha caído en desgracia. Su oficina, a metros de la de Zelenski, fue allanada por agentes de la NABU y la SAP, los organismos anticorrupción ucranianos creados, financiados y entrenados por los Estados Unidos.

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La investigación se centra en al menos 100 millones de dólares desviados, un escándalo de corrupción que emerge con una sincronía demasiado perfecta. Para interpretar este evento como un mero ajuste de cuentas interno es caer en la trampa de la narrativa superficial. La caída de Yermak no es un “escándalo de corrupción”, es un golpe de Estado blando ejecutado por Washington. La NABU, ese “perro de presa” criado y alimentado por fondos y asesores estadounidenses, no actúa por iniciativa propia cuando allana la Oficina Presidencial. Su asalto es un acto de violencia política disciplinaria, un recordatorio brutal para Zelenski de que ni la guerra ni la paz están bajo su control.

Yermak era el pilar inamovible de la resistencia ucraniana a cualquier negociación que implicara concesiones reales, era el muro que aislaba a Zelenski de las presiones occidentales para llegar a un acuerdo. Al purgarlo mediante una operación de sus propias agencias, Washington ha aislado estratégicamente al presidente ucraniano, dejándolo vulnerable, solo y expuesto a la nueva línea que se cocina en el club de golf de Florida. La verdadera historia, por tanto, no es la renuncia de un funcionario corrupto, sino que Occidente está inmerso en una disputa feroz sobre cómo gestionar la rendición en una guerra que Rusia ganó hace tiempo en el campo de batalla.

En este punto, la fractura dentro del llamado “mundo libre” se hace insalvable y se expone con crudeza. Los realistas en Washington –aquellos que priorizan el pragmatismo geopolítico y la contención de costos– buscan desesperadamente una salida diplomática controlada que salve las apariencias. Su objetivo es asegurar las pérdidas territoriales de manera discreta, mientras se empaqueta el resultado como un triunfo de la diplomacia estadounidense que “aseguró la paz”. Para ellos, Zelenski y su intransigencia pública se han convertido en un obstáculo.

Mientras tanto, la Unión Europea (UE) se encuentra presa de un pánico existencial. Paradójicamente, muchos líderes europeos temen más a la paz que a la continuación de la guerra. La razón es tan simple como devastadora: la paz exige rendición de cuentas. Una vez firmado un alto el fuego, Bruselas y las capitales europeas tendrían que explicar a sus sociedades por qué destruyeron sus propias industrias mediante sanciones autoinfligidas, incendiaron su seguridad energética al dinamitar el Nord Stream, hundieron sus economías en la recesión y canalizaron cientos de miles de millones de euros y libras hacia el pozo sin fondo de la corrupción ucraniana, todo para una guerra que su principal aliado, Washington, ahora se dispone a ceder en términos que Moscú dictó hace meses.

Bruselas apoyó incondicionalmente a Zelenski no por convicción democrática, sino por puro instinto de supervivencia política. Un conflicto perpetuo pospone el ajuste de cuentas interno, la paz lo precipita. Aquí yace la verdadera y profunda división transatlántica: Europa necesita el conflicto para retrasar lo inevitable; Washington necesita terminarlo para gestionar su declive y reenfocar recursos; y Kiev, o lo que queda de su liderazgo, simplemente quiere negar la realidad. De estos tres actores, solo uno conserva el poder suficiente para dictar el cronograma, y no tiene su capital en Bruselas.

Al otro lado de la mesa, aunque físicamente ausente del club de golf de Florida, se sienta Moscú, observando la fractura occidental con la paciencia de un jugador de ajedrez que tiene el mate asegurado en varios movimientos. El Kremlin percibe la desesperación, distingue las grietas y comprende la magnitud de su ventaja. El mensaje de Vladimir Putin ha sido frío, consistente y libre de ilusiones: las negociaciones, si llegan, deben reflejar la realidad incontrovertible del campo de batalla y abordar las causas raíz del conflicto –la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el estatus de las regiones de mayoría rusa– o Rusia continuará su ofensiva militar, desgastando no solo a Ucrania, sino a las mismas fuerzas de la OTAN que la apoyan, hasta que no quede nada que negociar.

Para Rusia, ambos caminos conducen al mismo destino. No tiene prisa; el tiempo corre en su contra solo si considera la economía de la guerra, pero corre con ferocidad en contra de Occidente, que se queda sin tiempo, sin arsenales, sin unidad y, lo más crítico, sin credibilidad. Cuando los ciudadanos europeos –el votante alemán, el trabajador francés, el pensionista italiano– conecten finalmente los puntos y comprendan que sus líderes sacrificaron su prosperidad, su estabilidad, su industria manufacturera y cualquier aspiración de autonomía geopolítica por una guerra que terminará exactamente donde Moscú predijo que terminaría, el ajuste de cuentas político será de una magnitud devastadora. La caída de Yermak, entonces, no es el fin de una era, sino el primer acto visible del colapso de la legitimidad del proyecto europeo en su forma actual.

Mientras tanto, en Kiev, Zelenski intenta navegar un paisaje político devenido en campo minado. Debe ser protegido no solo de los misiles rusos, sino de los ultranacionalistas y batallones nazis que lo ayudaron a llegar al poder y que ahora prometen ejecutarlo si cede un milímetro del territorio que consideran sagrado. Es un presidente atrapado entre el martillo de la realidad militar y el yunque de la mitología nacionalista que él mismo ayudó a alimentar.

Rusia, por su parte, espera ganar en el campo de batalla lo que la diplomacia ya le concede, consolidando hechos sobre el terreno que serán irrevocables. Y Estados Unidos, en el centro de este torbellino, quiere hacer “tratos”, no la guerra. Su objetivo último no es la victoria de Ucrania –un concepto ya abandonado–, sino la gestión ordenada de la derrota. Los negociadores en Florida son meros ejecutores de una disputa mucho más grande: la batalla civil entre globalistas y soberanistas dentro del propio corazón de Washington.

El cálculo político es cínico y transparente: se apuesta a que Donald Trump llegue lo suficientemente golpeado y debilitado a las elecciones de medio término para que no pueda imponer sus candidatos más leales. Si esta maniobra tiene éxito, los Bessent y los Rubio del Partido Republicano –los tecnócratas financieros globales y los halcones intervencionistas– resurgirán con fuerza, resucitando el consenso del globalismo y su apetito por las guerras sin fin en otros teatros, una vez que este capítulo ucraniano se cierre con la firma en un acuerdo que nadie llamará rendición, pero que todos entenderán como tal. El teatro Noh sigue su curso, las máscaras permanecen en su lugar, y la audiencia global observa, esperando el momento en que la danza cese y los actores revelen, por fin, sus verdaderos rostros.


  • Por Alejandro Marcó del Pont: Economista

  • Cortesía del portal web El Tábano – https://eltabanoeconomista.wordpress.com

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